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Tengo la mejor profesión del mundo.

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Estudiar psicología no te convierte en psicólogo. Estudiar derecho no te hace abogado. Estudiar en la Escuela de Formación del Profesorado, no te transforma en maestro.

Yo creo, y siento, sin parecer desmesurado, que tengo la mejor profesión del mundo. 

Hay que sentirlo. O la amas o terminas vegetando en torno a tres ideas que aprendiste hace unas décadas y no dejas de repetirlas, como un eco lejano. Por el contrario, la pasión por tu vocación te lleva a la formación continua y a buscar respuestas constantes, a no tener miedo al cambio, a abandonar tu zona de confort y a convertir los errores en oportunidades. Este esfuerzo personal termina por cristalizar, tarde o temprano, y surge el líder pedagógico y personal: capaz de proponer retos, de acompañar y de enseñar al alumnado a gestionar sus ilusiones y pretensiones.

No se trata de tener el mejor atrezzo, ni de convertirse en el solista del Coro Mayor del Reino con cacareos en tonos mayores, ni de buscar un reconocimiento en esta tragicomedia de sistema en el que estamos metidos. Más bien todo lo contrario. El maestro convierte en protagonista a sus alumnos; es silencioso y hace mejor a su equipo.

El gran fracaso de la sociedad y de los responsables de las políticas educativas es no reconocer ni proteger a los líderes pedagógicos, abandonarlos a su suerte y, en la mayoría de los casos, aburrirlos con tantos vaivenes legislativos y normativos. ¿Serán (seremos) capaces de invertir la situación?

Yo a aprender de los silenciosos, a escuchar muchísimo y a sonreír más.

¡Feliz curso y buena suerte a todos!

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